domingo, 12 de agosto de 2012

"Un viaje" de Felipe Pardo y Aliaga

"Mi partida es forzosa: que bien sabes que si pudiera yo no me partiera".
Lope de Vega

El niño Goyito está de viaje. El niño Goyito va a cumplir cincuenta y dos años; pero cuando salió del vientre de su madre le llamaron niño Goyito; y niño Goyito le llaman hoy, y niño Goyito le llamarán treinta años más, porque hay muchas gentes que van al panteón como salieron del vientre de su madre.
Este niño Goyito, que en cualquier otra parte sería un don Gregorión de buen tamaño, ha estado recibiendo por tres años enteros cartas de Chile en que le avisan que es forzoso que se transporte a aquel país a arreglar ciertos negocios interesantísimos de familia que han quedado embrollados con la muerte súbita de un deudo. Los tres años los consumió la discreción gregoriana en considerar cómo se contestarían estas cartas y cómo se efectuaría este viaje. El buen hombre no podía decidirse ni a uno ni a otro. Pero el correspoinsal menudeaba sus instancias; y ya fue preciso consultarse con el profesor, y con el médico, y con los amigos. Pues, señor, asunto concluido: el niño Goyito se va a Chile.
La noticia corrió por toda la parentela, dio conversación y quehaceres a todos los criados, afanes y devociones a todos los conventos; y convirtió la casa en una Liorna. Busca costureras por aquí, sastre por allá, fondista por acullá. Un hacendado de Cañete mandó tejer en Chincha cigarreras. La Madre Transverberación del Espíritu Santo se encargó en un convento de una parte de los dulces; Sor María en Gracia, fabricó en otro su buena porción de ellos; la Madre Salomé tomó a su cargo en el suyo las pastillas; una monjita recoleta mandó de regalo un escapulario; otras, dos estampitas; el Padre Florencio de San Pedro corrió con los sorbetes, y se encargaron a distintos manufactores y comisionados sustancias de gallina, botiquín, vinagre de los cuatro ladrones para el mareo, camisas a centenares y pantalón para los días fríos, chaqueta y pantalón para los días templados, chaquetas y pantalones para los días calurosos. En suma, la expedición de Bonaparte a Egipto no tuvo más preparativos.
Seis meses se consumieron en ellos, gracias a la actividad de las niñas (hablo de las hermanitas de Gregorio, la menor de las cuales era su madrina de bautismo), quienes sin embargo del dolor de que se hallaban atravesadas con este viaje, tomaron en un santiamén todas las providencias del caso.
Vamos al buque. Y ¿Quién verá si este buque es bueno o malo? ¡Válgame Dios! ¡Qué conflicto! ¿Se le ocurriá al Inglés don Jorge, que vivie en los altos? Ni pensarlo; las hermanitas dicen que es un bárbaro capaz de embarcarse en un zapato. Un catalán pulpero, que ha navegado de condestable en la Esmeralda, es, por fin, el perito. Le costean caballo, va al Callao, practica su reconocimiento y vuelve diciendo que el barco es bueno; y que don Goyito irá tan seguro como en un navío de la Real Armada. Con esta noticia calma la inquietud.
Despedidas. La calesa trajina por todo Lima ¿Conque se nos va usted? ¿Conque se decide usted a embarcarse? ... ¡Buen valorazo! Don Gregorio se ofrece a la disposición de todos: se le bañan los ojos en lágrimas a cada abrazo. Encarga que le encomienden a Dios. A él le encargan jamones, dulces, lenguas y cobranzas. Y ni a él le encomienda nadie a Dios, ni él se vuelve a acordar de los jamones, de los dulces, de las lenguas ni de las cobranzas.
Llega el día de la partida. ¡Qué bulla! ¡Qué jarana! ¡Qué Babilonia! Baúles en el patio, cajones en el dormitorio, colchones en el zaguán, diluvios de canastos por todas partes. Todo sale, por fin, y todo se embarca, aunque con bastantes trabajos. Marcha don Gregorio, acompañado de una numerosa caterva, a la que pertenecen también, con pendones y cordón de San Francisco de Paula, las amantes hermanitas, que sólo por el buen hermano pudieron hacer el horrendo sacrificio de ir por primera vez al Callao. Las infelices no se quitan el pañuelo de los ojos, y lo mismo le sucede al viajero. Se acerca la hora del embarque, y se agravan los soponcios. ¿Si nos volvemos a ver? ... Por fin, es forzoso partir; el bote aguarda. Va la comitiva al muelle: abrazos generales, sollozos, los amigos separan a los hermanos: "¡Adiós hermanitas mías!" "¡Adiós, Goyito de mi corazón! La alma de mi mamá Chombita te lleve con bien".
Este viaje ha sido un acontecimiento notable en la familia; ha fijado una época de eterna recordación; la constituido una era, con la cristiana, como la de la Hégira, como la de la fundación de Roma, como el Diluvio Universal, como la era de Nabonasar.
Se pregunta en la tertulia: - ¿Cuánto tiempo lleva Fulana de casada? - Aguarde usted. Fulana se casó estando Goyito para ir a Chile... - ¿Cuánto tiempo hace que murió el guardián de tal convento? - Yo le diré a usted; al padre guardián le estaban tocando las agonías al otro día del embarque de Goyito. Me acuerdo todavía que se las recé, estando enferma en cama de resultas del viaje al Callao... - ¿Qué edad tiene aquel jovencito? - Déjeme usted recordar. Nació en el año de ... Mire usted, este cálculo es más seguro, son habas contadas: cuando recibimos la primera carta de Goyito estaba mudando de dientes. Conque, saque usted la cuenta...
Así viajaban nuestros abuelos; así viajarían si se determinasen a viajar, muchos de la generación que acaba, y muchos de la generación actual, que conservan el tipo de los tiempos del Virrey Avilés, y ni aún así viajarían otros, por no viajar de ningún modo.
Pero las revoluciones, hacen del hombre, a fuerza de sacudirlo y pelotearlo, el mueble más liviano y portátil; y los infelices que desde la infancia las han tenido por atmósfera, han sacado de ellas, en medio de mil males, el corto beneficio siquiera de una gran facilidad locomotiva. La salud, o los negocios, o cualesquiera otras circunstancias aconsejan un viaje. A ver los periódicos. Buques para Chile. -Señor consignatario, ¿hay camarote? -Bien- ¿Es velero el bergantín? -Magnífico. -¿Pasaje? -Tanto más cuanto. -Estamos convencidos.
-Chica, acomódame una docena de camisas y un almofrez. Esta ligera apuntación al abogado, esta otra al procurador. Cuenta, no te descuides con la lavandera, porque el sábado me voy. Cuatro letras por la imprenta, diciendo adiós a los amigos. Eh: llegó el sábado. Un abrazo a la mujer, un par de besos a los chicos y agur. Dentro de un par de meses estoy de vuelta. Así me han enseñado a viajar, mal de mi grado, y así me ausento, lectores míos, dentro de muy pocos días.
Este y no otro es el motivo de daros mi segundo número antes que paguen sueldos.
No quisiera emprender este viaje; pero es forzoso. No sabéis bien cuánto me cuesta el suspender con esta ausencia mis dulces coloquios con el público. Quizá no sucederá otro tanto a la mayor parte de vosotros, que corresponderéis a mi amistosa despedida exclamando: ¡Mal rayo te parta, y nunca más vuelvas a incomodarnos la paciencia! En fin, sea lo que fuere, los enemigos y enemigas descansad de mi insoportable tarabilla; preparad vuestros viajes con toda la calma que queráis; hablad de la ópera como os acomode, idos a Amancaes como y cuando os parezca, bailad zamacueca y taco tendido, a roso y velloso, a troche y moche, a banderas desplegadas; haced cuanta tontería os venga la mente: en suma, aprovechad estos dos meses. Los amigos y amigas tened el presente artículo por visita o tarjeta de despedida, y rogad a Dios me dé viento fresco, capitán amable, buena mesa y pronto regreso.

Publicado en 1859.

miércoles, 28 de abril de 2010

"Mi Corbata" de Manuel Beingolea

Me la regaló Marta, una provincianita a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda rosa, oriundo quizá de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había bordado, con puntadas gordas e ingenuas, multitud de florecillas azules, que no puedo recordar si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de Windsor, que olía muy bien.

Yo por aquel tiempo era un pobrete que se comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del estado. Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí inestimable tesoro, que sólo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surali o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras, desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban “las rebuscas”, cosas que probablemente yo me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Sólo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba piano “Al pie del Misti” con bastante sentimiento. ¡Con ella y mis cincuenta soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe, mi carencia de religión.

—¿Cree usted en Dios? —me preguntaba a menudo.

—Naturalmente —le respondía yo.

—No es bastante, es preciso cumplir con la Iglesia, es preciso creer.

La verdad es que yo no creía sino en mi pobreza. Sólo se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo.

Un día fui invitado sin saber cómo a una reunión. Figuraos mi alborozo cuando recibí la siguiente esquela:

“Grimanesa de Bocardo e hijas tienen el honor de invitar a usted a su casa, Aumente Nº 341, a tomar una taza de té la noche del martes.”

Y en el reverso: “Señor Idiáquez”. ¡Canastos! ¡Una taza de té! ¡Yo que ni siquiera había comido seriamente aquel día!

Parecióme recibir una invitación celestial, y me preguntaba si los filetes de oro de la esquelita no serían una insignia angélica. Bocardo… ¡Bocardo! Nombre sonoro, ¡qué diablo! Nombre perteneciente sin duda a algún abogado de nota, de esos que llevan siempre como cola esta frase: “Lumbrera del foro peruano”. ¡Nombre que quizá hace y deshace millones de empleos de cincuenta soles!

Me emperejilé lo mejor que pude, con un chaquet de diagonal ribeteado con trencilla, unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar a “El león y las ovejas”; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto la dudosa pechera de mi única camisa formal, donde figuraba un grueso botón de doublé; y un sombrero hongo de copa no más alta que una cáscara de nuez, de esos que puso en moda en Lima el ya olvidado actor Perrín. Y en medio de todo esto, resplandeciente como un astro de primera magnitud, mi famosa corbata. Famosa, sí. ¡Voto al Chápiro!

La casa de Aumente Nº 341 era un majestuoso prodigio de simetría. Constaba de dos ventanas de reja, una a cada lado de la puerta; dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos departamentos, uno a cada lado del zaguán. En el fondo, una mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo allí parecía en equilibrio, repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho ex profeso para demostrar la ley de las compensaciones. Entré. Alguien tocaba un vals al piano, cuyos fragmentos se escuchaban entre un sordo murmullo. Dejé mi sombrero en una salita y penetré en el salón. Multitud de parejas bailaban atropellándose. Grupos animados conversaban en los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos jóvenes se paseaban solos, con las manos en los bolsillos. Vi asimismo niñas a quienes nadie sacaba a danzar, bien por negligencia o por ignorancia del baile. Yo hubiera querido ponerme a órdenes de la dueña de la casa, como se estila en semejantes ocasiones, pero —la verdad— sentí embarazo. No me atreví a preguntar dónde se la podía encontrar. Una linda morena vestida color malva, sentada en el extremo de un sofá, me cautivó desde el primer instante. Resolví bailar con ella. Cuando se lo propuse, pareció sorprendida y me miró de arriba abajo. Sin embargo, me dijo con amabilidad exquisita:

—Tengo ya compromiso, caballero.

Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me concreté a olerla. Y qué bien olía. ¡Voto al Chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor! Ésta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban oleadas que me desvanecían. Indudablemente, la dicha debía de oler a eso. Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio el brazo y desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una esbelta rubia que mordía nerviosamente el extremo de su abanico. Miróme de hito en hito y me dijo secamente: “Estoy cansada”. Luego creí oportuno dirigirme a otra señorita, la cual me dijo, con marcado desdén, lo mismo. Volví a a la carga con otra, que también me despachó fulminándome con una mirada despreciativa. Recorrí las restantes, a las que acababan de bailar y a las que no habían bailado aún, y todas me petrificaban con aquel terrible y descortés: “Estoy cansada”. ¡Y lo mejor es que salían con el primero que se les presentaba! Empecé a amoscarme. Me pareció notar que algo chocarrero, existente en mí, hacíame acreedor al desprecio. Entonces, sin saber qué partido tomar, rogué a un joven que discurría por allí y que me infundió confianza (hay rostros así, que infunden confianza), que me explicara el caso. Miróme con impertinencia y me dijo: “Tiene usted una corbata imposible. ¡Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven!” ¡Corbata imposible! Y me fijé en la de él. En efecto, era una hermosa corbata color vino, hecha de mano maestra, atravesada por un alfiler de oro.

Salí avergonzado, sin despedirme de nadie. ¿De quién me iba a despedir? Tal como había entrado. Nunca he comprendido por qué me invitaron a aquella casa. Quizá por equivocación.

Como es de suponerse, la sangre me hervía. Hubiera deseado aporrear, abofetear, pisotear a alguien. Maquinaba venganzas terribles contra la para mí desconocida señora Bocardo. Hubiera deseado decirla: “Venga usted para acá, grandísima tía, ¿con qué objeto me invita a su cochina taza de té, que ni siquiera he bebido?” Y en cuanto a Marta, la muy serrana, ya podía esperarme sentada. ¡Qué ridícula me pareció su corbata! ¡Una corbata que no servía ni para ahorcarse! ¡Que fuera allá con sus horteras! Lo que es yo… ¡que si quieres!

Desde aquel día se presentó a mi mente un mundo elegante y seductor, desconocido hasta entonces. Comprendí que en la vida había algo mejor que empleos de cincuenta soles. Me harté de las perrerías de mi existencia, de las monsergas de mi patrona, de las comidas del restaurante a diez centavos el plato, esas infames comidas con sabor a chamusquina. ¡Ah, qué mundo tan perro! ¡Qué indecencia! ¡Había que salir de él a todo trance, como se pudiera, sin reparar en los medios!

Por lo pronto, era menester vestir elegantemente y usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro. Haciendo acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lancé donde el mejor sastre de Lima. Me hice confeccionar un traje de chaquet según la última moda. Di las señas de mi patrona, a quien anticipadamente anuncié un supuesto destino en la Aduana con sueldo fabuloso, y esperé los acontecimientos. Mi patrona era viuda de un coronel cuyo retrato al óleo, obra del pintor Palas, se exhibía en el salón, amueblado con buen gusto. ¡Cuán distinto del cuarto que me alquilaba en el interior, donde apenas cabía una cama de dobleces! Le rogué, poniéndome grave, que recibiera la ropa que había mandado hacer por cuenta del Ministerio de Hacienda. Cuando oyó “Ministerio de Hacienda” abrió cada ojo la señora… ¡Voto al Chápiro! ¡Jamás he mentido con más aplomo!

—¿Supongo que me pagará usted lo atrasado? —me dijo con júbilo.

—Con creces, mi querida señora, con creces —le respondí yo, echándome atrás.

El mejor sastre de Lima no tuvo inconveniente en dejar el traje en el salón de una señora donde se exhibía un retrato tan prócer. Cuando la criada le dijo: “El joven ha salido”, hizo la mar de reverencias.

“¡Oh! No había para qué molestarse, mandaría la cuenta, ¡bah!” Apenas le vi torcer la esquina, me colé a la casa de mi patrona. Ya estaba allí mi traje, extendido en un sofá. ¡Oh, qué maravilla de traje! Figuraos un chaquet redondeado correctamente, con una gracia mundana singular, una hilera de botones forrados en tela, unas solapas bien alisadas, con poca hombrera. ¡Un chaquet digno del Ministro de Hacienda! Corrí a mi tugurio, lo dejé sobre mi camastro y volví donde mi patrona desolado…

—¿Qué necesita usted? —me dijo ésta, con tono cariñoso.

—¡Ah! Señora, ¡usted sabe!, mi sueldo no lo recibiré hasta fin de mes… ¡Necesito ahora cien soles para ciertos gastos! …

—Con el mayor gusto, Idiáquez —respondióme—. Sólo le voy a pedir un favor: si usted puede colocar a mi hijo en su oficina… No es porque necesite nada, mientras yo viva… ¡usted sabe! … ¡pero! ¡Es tan bonito estar en la Aduana!

Le ofrecí destinar a toda su familia. Entonces me dijo: “¿Gusta usted doscientos?” Puse una cara de banquero que teme comprometerse, y por fin la dije: “¡Bueno, vengan!”

¡Si me hubierais visto volver una hora después, en un coche cargado de camisas, sombreros, pares de botas, bastones y cajas de estupendas y lujosísimas corbatas…! Pero prefiero mostrarme en Mercaderes, con mi chaquet, exhibiendo una corbata modelo, atravesada por un alfiler de oro, y con semejante chistera. Me calé los guantes color patito, me puse el pantalón bien planchado, cayendo sobre unos escarpines que, a su vez, caían sobre dos botas de charol, flamantes. Ninguna mujer me pareció bastante bonita. Ninguna tienda bastante abastecida. Ninguna corbata bastante lujosa. La calle de Mercaderes fue para mí estrecho sitio donde no cabía mi persona. Hombres y mujeres me miraban fija y tenazmente, con envidia aquellos, con complacencia éstas. De pronto, al salir de donde Guillén, encontré a la morena del baile, magníficamente ataviada, irresistible, encantadora. Estaba vestida de claro y llevaba en la mano multitud de paquetitos. Me miró con una de aquellas miradas con que las mujeres suelen decir “me gustas”. La seguí. Iba en compañía de una criada, de una persona de esas en quienes no se repara jamás. Ella volvió la cara sonriente. Parecía que quisiera decirme: “Atrévete”. Yo me acerqué, y después de saludarla correctamente, la deslicé al oído todas aquellas frases que son del caso: “¿Tan temprano de paseo?” “¡Con razón la mañana está tan hermosa!” “¿Qué le parece a usted el calor?” Contestóme con amabilidad inusitada, hízome recuerdos del baile donde “nos divertimos tanto” y me rogó que fuera a su casa, donde sus padres tendrían gran gusto recibiéndome.

Me enamoré terriblemente de la señorita en cuestión. Acudí a su casa, donde fui tratado con grandes agasajos. La despatarré con una docena de corbatas hábilmente combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me casaba con ella, entrando en posesión de una fortuna respetable. ¡Al demontre las perrerías!

Hoy soy padre de una numerosa familia, que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima. Poseo casas en la capital. Una hacienda en las afueras. Quintas en el campo. Minas en Casapalca. Voy jueves y domingo al Paseo Colón, en un elegante carruaje; y he hecho varios viajes a Europa. Mi mujer, no contenta con hacerme rico, ha querido hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado, senador y… lo demás. Todo sin más esfuerzo que un cambio de corbata.

Pero aquí entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero parece que piensa más en sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso, y pienso más en la “cosa pública” que en mi mujer y mis hijos. Más feliz hubiera sido con mi arequipeñita. ¡Oh, esa que me quería arrancado y por mí mismo! Con ella y mis cincuenta soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regaló, y me enternezco recordando a Marta y aspirando el olor ya desvanecido del jabón de Windsor.

Decididamente, la verdadera dicha debe de oler a jabón de Windsor.